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> IR todos la han elogiado y recomendado como una práctica santa y saludable, como uno de los sacrificios más gratos que pueden hacer- se á Dios. El alma no es todo el hombre: el cuerpo entra en su na- turaleza: ambos, cuerpo y alma, tienen sus gustos y sus placeres, la concupiscencia, la raiz del pecado tiene su asiento, y se extiende por todo el alma lo mismo que por todo el cuerpo, y cuerpo y al- ma están sujetos á la ley de la penitencia. La del corazón es sin duda la esencial; pero la del cuerpo, aunque secundaria, entra ne- cesariamente en la perfección de la vida cristiana. El beato Diego no dejó de practicar en alto grado la peniten- cia que podríamos llamar corporal. A más de las austeridades de la vida común religiosa entre los Capuchinos, tal como la establecen la Regla y las Constitucio- nes, y las costumbres entonces vigentes, observaba con suma reli- giosidad todos los ayunos que hacía N. P. $. Francisco, de lo que resultaba que su ayuno era casi contínuo durante todo el año, su ali- mento era frutas, yerbas y legumbres: muy rara vez comía carne: su bebida era el agua, jamás vino ni licores, y así en la comida como en la bebida era tan sobrio y parco, que se limitaba á satisfacer la estricta necesidad. Ni dentro ni fuera del convento moderaba su ri- gor, excepto el caso de que se le mandara otra cosa. A las disciplinas ordinarias añadía otras particulares. En sitios retirados se azotaba ordinariamente dos veces al día, con tanto ri- gor y dureza que dejaba ensangrentadas las paredes y el suelo, y su cuerpo sembrado de llagas producidas por los azotes que se daba. En cierta ocasión que fué reconvenido por su Prelado, contestó á la reconvención diciendo: Ay Padre, en los que nos dedicamos á la salvación de las almas, se ha de verificar en alguna manera la palabra de la santa Escritura: “El Señor puso en él las iniquida- des de todos nosotros.” Usaba un cilicio en forma de escapulario que le cubría los hom- bros y llegaba hasta la cintura, donde lo sujetaba fuertemente con una cadena de hierro que daba varias vueltas á su cuerpo. Cuando se quitaba este cilicio se ponía en su lugar una hoja de lata aguje- reada como las rejillas de los confesonarios. Los brazos y muslos los tenía también cubiertos de cilicios, Solía ponerse una argolla de hierro al cuello en la que había unas cadenas con las que suje-
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