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— 105 — lo precipitára de la altura de la humildad que revelaba su lenguaje á los abismos de la soberbia? No hay ningún indicio que nos haga sospechar semejante caída, nada nos autoriza á poner en duda la profunda sinceridad de sus humildes palabras. En medio de las en- tusiastas ovaciones de que era objeto, en medio de la admiración y del amor que le profesaban los más sabios y santos personajes de toda la nación, siempre se le observó igualmente sumiso, respetuo- so, deferente y desconfiado de sí propio. Los mismos que tanto lo ensalzaban, lo observaban muy de cerca para no ser víctimas de una humildad hipócrita y fingida. Se hallaban en presencia de un mi- sionero verdaderamente grande, grande en toda la extensión de la palabra, de un misionero cuya poderosa voz conmovía profunda- mente toda España, de un misionero que pasaba por santo y se le atribuían muchos milagros. ¿En estas circunstancias, no era natural que lo vigilaran con el mayor escrúpulo para asegurarse que su aversión á los honores y sus protestas de humildad eran sinceras? Indudablemente que sí, y es imposible que un hombre pueda engañar un pueblo entero, toda una nación, durante treinta años, con hipócritas humillaciones. Nó, la soberbia no puede ocultarse tanto tiempo bajo la inspec- ción de tantas miradas. Todo España tenía los ojos fijos en la per- sona del gran Misionero, y si su corazón no hubiese sido tan hu- milde como revelaba su palabra, la contradicción se habría hecho evidente por la fuerza misma de las cosas, cuyas vicisitudes colocan necesariamente á los hombres en tales condiciones, que no pueden menos de manifestarse tales cuales realmente son, y no tales cuales pretenden ser tenidos. El aura popular no le causó ningún vértigo, la elevada cumbre á que lo ensalzó la estima de toda España no le desvaneció, las agitaciones del entusiasmo de un gran pueblo no le conmovieron porque estaba cimentado sobre la solidísima roce: del conocimiento de sí mismo. Se conocía á sí propio, poseía esa gran ciencia que aún la filosofía pagana consideraba necesaria para la felicidad del hombre, y hé aquí porqué en medio de las grandes mu- chedumbres que le proclamaban digno de todos los honores, digno del amor y de la admiración de los pueblos, y de pasará la posteri- dad colmado de gloria y de bendiciones, él fijaba sus miradas en su propio corazón, conocía sus defectos, sus imperfecciones, su instabi- lidad, y se reconocía indigno de tanto aplauso, ni acertala á com- 14

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