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— 104 — lebrados en sus tiempos respectivos, pero ninguno aventajó ni qui- zá igualó á nuestro beato Diego. Diríase que España presentía que el inmortal P. Cádiz era el último anillo de esa larga serie de ad- mirables misioneros que constituyen una de las glorias más hermo- sas y brillantes de la Iglesia y del Estado; que tal vez se pasarían siglos sin tener la dicha de ver otro igual, y movida de tan triste presentimiento quiso agotar todos sus recursos para coronar de glo- ria y de honores al Misionero más grande é ilustre que ha floreci- do en Europa, mejor dicho, en el seno de la Iglesia durante el siglo pasado y el presente. En efecto, las Corporaciones Municipales, las Universidades, las Academias, los Cabildos eclesiásticos, el Episcopado, toda la Fa- milia Real y los Smos. Pontífices Pío VI y Pío VII, todos rivaliza- ron en honrar al beato Diego. Carlos 111 y Carlos IV le distinguie- ron con su amistad, y se complacían en tener largas é importantes conferencias con él. Los justamente célebres por muchos conceptos, Lorenzana y Fabián y Fuero, Arzobispos respectivamente de Tole- do y Valencia, los de Sevilla, Santiago y Zaragoza, el Cardenal Don Luís de Borbón, y el Inquisidor General Don Agustín Rubín Ceballos, el sabio y virtuosísimo Cardenal Quevedo y Quintana, Obispo de Orense, y los de Astorga, Barcelona, Badajoz, Cádiz, Córdoba, León, Lugo, Mondoñedo, Málaga, Oviedo, Orihuela, Sa- lamanca, Zamora y Otros muchos, entre los cuales están los de Mur- cia y Guadix, todos admiraron, todos aclamaron á porfía al P. Cá- diz. Tan grande era el prestigio que tenía en nuestra ilustre patria, que el Rey Carlos III le llamaba el Obispo de toda España: expre- sión gráfica que designa de una manera exacta y admirable la po- derosa y universal influencia de que gozaba en todas las Iglesias. El Sumo Pontífice Pío VI, informado de las proezas apostólicas del beato Diego en toda España le escribió un motu propio suma- mente lisonjero. Se manifiesta complacido de sus trabajos en bien de las almas, y le alienta para que persevere en ellos hasta la muer- to; le concede varios favores, le encarga que ruegue por él y por to- do el pueblo cristiano confiado á su pastoral solicitud, y le indica el modo de escribirle con segurid de parte del Papa Pío VII. Tantas aclamaciones, t ad. La misma distinción mereció antos aplausos, tantos honores ¿qué efec- to produjeron en su corazón? padeció su espíritu algún vértigo que

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