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A bios eminentes, oradores de primer orden, poetas, literatos, artistas y demás grandes hombres, han ofrecido desde los primeros años de su juventud un bosquejo de su futura grandeza: las excepciones de esta regla son raras. Lo mismo ha sucedido á la generalidad de los santos. S. Antonio Abad, $. Hilarión, nuestro P.$S. Francisco, San Buenaventura, S. Lorenzo de Brindis, y generalmente todos los va- rones ilustres que se han inmortalizado por sus virtudes. Aun aque- llos mismos que se extraviaron más ó menos durante algún tiem- po, conservaron en medio de sus extravíos un fondo de probidad y de honradez, ciertos sentimientos de bondad y mansedumbre que han sido como el gérmen de su futura renovación interior. El beato Diego José preludiaba ya desde sus tiernos años al gran misionero delos tiempos modernos, y'al varón apostólico que debía continuar la gloriosa generación de santos con que Dios ha favorecido en to- dos tiempos á nuestra ilustre y católica Patria. Para conocer mejor su juventud es preciso dejemos hablar al mismo beato Diego José: hé aquí cómo se explica él propio á su Director espiritual, que le pidió le diera por escrito antecedentes sobre su vida, á fin de poderlo dirigir con más acierto. "En mis pri- 'meros años, dice, el Señor me dió un corazón dócil é inocente. Se- guí los estudios de Gramática en la villa de Grazalema con el pre- ceptor D. Félix Arco, presbítero; pero con muy escaso aprovecha- miento por mi notable rudeza é inaplicación. No obstante, á los doce años ya estaba estudiando Sumulas, Lógica y Metafísica entre los Padres Dominicos de la ciudad de Ronda: volví el verano á la casa de mis padres, repudiado de mi Lector para no volver á la cla- se por incapaz. Conseguí con esto fueran mayores las desgracias con que hasta allí había sido tratado, y que me estrechasen á tomar destino: en medio de esto conservaba notable repugnancia ó desa- fecto al estado religioso, mayormente capuchino; pero sucedió una mañana de aquel año, (que me parece que fué el 1756) que entran- do á oir misa en la iglesia de nuestro convento de Ubrique, en oca- sión que estaba la Comunidad cantando la prima, ó no sé qué hora menor, de improviso se llenó mi alma toda de un gozo tan extraor- dinario, y de una admiración tan rara, que casi salí de mí; pues me parecía nuestra música, (que V. sabe lo que es) y la que jamás ha- bía oido, no música de hombres, sino de un coro de ángeles, ó un remedo de la bienaventuranza.
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