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341 plandores en la animación de sus encendidos semblantes, en el ardor de sus plegarias, en la entonación vigorosa de sus cantos y en el movimiento siempre regular y bien sostenido de su mar= cha triunfal hácia el Santuario. Sí, en esta fé valiente como la de los primeros cristianos, en esta uniformidad de voluntades, en esta consonancia de afectos, en esta armonía interior que resuena tan melodiosamente aquí, aquí está toda la hermosura de la magnífica procesión que forman los dos millares de Hijos de San Francisco. Y esta armonía y esta hermosura, toda celestial, es la que arrebata nuestra admiración. Por eso el cielo les protege de los ardores del sol con su velaje de benignas nubes; Maria les sonríe desde su devoto Santuario, la multitud Jes saluda con veneración y respecto, y hasta los mismos niños inspirados sin duda por su Angel, se apresuran á cortar ramas y tapizar de hojas y de flores el pasaje de nuestros héroes cristianos. Pase adelante la nobleza franciscana, parece que vá diciendo algún pregonero Celestial. Pase udelante esa nueva generación que lleya consigo todo un.mundo de esperanzas halagieñas. Pase adelante esa-santa Milicia que promete alcanzar grandes y muy gloriosas victorias sobre el infierno. Pase adelante esa celestial cruzada de verdaderos católicos que ván esparciendo á su paso la semilla de la regeneración social. Atrás la impiedad con sus infernales máquinas de destrucción. Atrás la Civilización mo- derna condenada por el Papa por su orgullo y por los funestos errores que vá sembrando, Tales son las ideas que naturalmente vienen á la mente al ver el espectáculo grandioso que estamos contemplando. Sigamos tra= zando, siquiera sea pálidamente, el brillante cuadro de la Santa Romería. La procesión vá siguiendo majestuosamente su mar- cha, ya cantando el Santo Rosario, ya la dulce y melodiosa ple- garia, ya también esta magnífica estrofa: «María, por el misterio —de tu pura Concepción,—protejed y dad consuelo=4 nuestro Papa Leon. —Al llegar al pueblo de la Cruz, se abren las puertas del Templo, y nuestros devotos Romeros entran á saludar al Señor que habita en el Tabernáculo, y sin detenerse vuelven 4 salir sin interrumpir su bien ordenada marcha. Hasta llegar á la Cartuja, la procesión seguía un curso majestuoso semejante al de un rio que serpentea encajonado en su cauce; pero hemos Jle- gado áun punto de vista desde el cual aparecen de improviso las dos inmensas hileras de la procesión con todo su divino encanto.

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