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que hay que partirla en dos. El vuelo de las hélices del helicóptero grande tira por tierra el frágil bohío, y el cuerpo de Inés queda envuelto en hojas de palma. Sobre el lugar planea el aparato y echa las sogas, pa– rándose a bastantes metros de altura. A la Hermana Inés se le sube en seguida, por su peso ligero. No así al Padre Alejandro. Hay que maniobrar con cierta dificul– tad para introducir el cuerpo. Ya han sido rescatados los cuerpos... ¡y 18 lanzas! Desnudo y con los brazos abiertos Si, Alejandro, estaba desnudo; o más exactamente, vesti– do a la usanza de sus hermanos Huaorani, sin otra prenda que el cumb~ cuerda de lana que ceñida a la cintura sujeta el miembro viril. Hacía tiempo que, al entrar a los Huaorani, no le era necesario el despojarse; pero ésta era de nuevo la vez primera y definitiva. Y las lanzas de la muerte se le hin– caron en la carne como los clavos a Jesús en la Cruz. Este ir desnudo a los Huaorani no fue para él algo natural o intranscendente; era algo sacro. Se podrá asentir o disentir; lo que queda claro y patente es que Alejandro situó su postura dentro del misterio de la En– camación. Sobre su proceder tiene páginas escritas, pu– blicadas e inéditas. Pero no es el caso de demorarnos. Tan solo, al verlo desnudo, decir que el desnudarse en tales trances fue para Alejandro fruto de ascesis y que incluso esta forma de despojo pertenece a una cierta mística de su existencia. En conclusión, que murió desnudo, y fue encontrado con los brazos abiertos, apoyado parte del cuerpo en un madero... Inés vestía su sencilla túnica. Ante los cuerpos tendidos Pasadas las tres de la tarde llegaron los cuerpos a 254

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