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y el desprecio que lleva consigo el verse precisados a acudir al vecino para escribir una carta o tener que estampar en el papet la huella di– gital por no saber poner la firma. Por eso son muy de alabar esos esfuerzos que está realizando la O. N. U . 1 y con ella tooas las na– ciones cultas, por acabar con la plaga del analfabetismo. R) Los sin techo y sin vestido : Creo que son éstas las dos obras de misericordia que, ante todo y ~ bre todo, hay que practicar. Milla– res de personas en el suburbio ca– recen de lo uno y de lo otro. El lamento es general: "Por Dios, Padre, deme una vivienda..., la chabola en que vivo no tiene rn,ás que una habitación, y en ella tene– mos que dormir el matrimonio y tres hijos mayores... " "¿ lo tendría usted alguna ropita para los niños, que mueren de frío... ? Los que han gozaao siern,pre de un techo seguro y un vestido para cambiarse no saben lo que es no tener nada más que un vestido, que se usa hasta hacerse pedazos porque no se tiene otro, y lo que es tener una cas.'\ en vez de una cueva, una chabola o un cuchitril de animales. La influencia de la vivienda y del n,edio ambiente que rodea eleva no– tabtemente el nivel de las personas. Familias hemos conocido que, tras– ladadas de las chabolas en las que vivían a pisos amplios y aecentes, cambiaron totalmente de costum– bres, y de abandonadas y sucias que eran, se las ve ahora cuidado– sas del aseo personaJ y de la casa. Mucho es, ciertamente, lo que ha hecho y está haciendo el Estado es– pañol por realizar el lema del Cau– dillo : "Ni un español s in hogar, ni un hogar sin lumbre y sin pan." ¡Pero es tanto lo que falta por ha– cer 1 ¡Son tantos los miles de per– sonas que viven en condiciones in– frahumanas en nuestros suburbios? También aquí el mal es general. En Francia, por ejemplo -copio las palabras de un escritor del pro– pio país-, se calculaban, en 1958, en cinco millones las familias mal alojaaas, o sea, un 22 por 100 de las grandes ciudades. La peor miseria ae las viviendas se da, sin duda, en las "favellas" del Brasil, en los extramuros de las grandes ciudades, como Sao Paulo. "El estercolero" proclama ante la faz del mundo esta miseria profun– da. En unos cuaaernos recogidos de los cestos de basura, Carolina María de Jesús anota no sólo el hambre de sus hijos y el suyo pr<>– pio, sino todas sus tristes jornadas. La "favella ", escribe, es el ester– colero de la ciudad. Alli se arroja a los hombres y a la basura a la vez, donde se confunden y barajan ; allf se echa la escoria y lo inutilizable, todo lo que )a ciudad rechaza. A menuao en el corazón mismo de la ciudad se oculta la miseria de unos tugurios. En pleno centro de Roma, en el Trastévere, alrededor de un palacín en el que un prínci– pe ocupa una mansión de 17 pie– zas, centenares de familias pululan amontonadas en una vieja y malsa– na habitación. Al fina.I del Congreso Eucarísti- 15

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