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dre de Dios te visitó, ofreciéndote su amparo y protec ción, y eso debe constituir toda tu dicha y toda tu for tuna. Recordemos, además, con santo placer que nuestr insigne paisano, el glorioso San Veremundo, se arro dilló y oró con frecuencia ante esa bendita imagen, qu con fuerza irresistible atrae y cautiva, y entenderemo una vez más cuán obligados estamos a un benefici tan extraordinariamente soberano. ¿Quién podría ase gurarnos que dejara de venir de su monasterio de Ira che a rendir a la Virgen de Unzizu el tributo de s veneración y amor, habi~ndose criado a su vista? ¡Oh cuántas veces debió cruzar ese Montejurra, tan cono cido y celebrado en la historia de nuestras luctuosa y funestas guerras civiles! ¡Cuántas debió besar es bendito suelo, hollado por el pie inmaculado que aplas tó la cabeza del dragón infernal! No lo hemos leíd en parte alguna, pero el corazón nos lo dice y asegura fundado en el proceder de todos los siervos de Dios amantes de la Virgen María. Finalmente, aun cuando hayamos ya hecho men ción de nuestro amadísimo padre en Cristo D. Mamer to Urmeneta, quien por más de cuarenta años estuv al frente de la Parroquia, asistiendo a nuestros abuelo en su lecho de muerte, desposando a nuestros padres bautizándonos a todos y enseñándonos con incansabl celo el camino de la salvación, plácenos, sin embargo recordarlo de nuevo antes de poner fin a nuestras re flexiones, para dirigirnos a él y decirle con el librit en la mano: «he aquí tu obra». ¿Quedará satisfecho complacido? ¿Quién es capaz de ponerlo en duda, ha biendo sido él su principal promotor? Es un trabaj insignificante, pero el vacío que llena es inmenso. Po díamos haberlo realizado muchos años ha, pero ni caí
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