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E con que eran dominados de sus apetitos: los nin. g anos arbitrios que en ellos residian para su pre- cisa justificacion: el deplorable estado de su na- turaleza, despojada de los bienes sobrenaturales de la gracia, y herida de muerte en los que an= tes naturalmente poseia: el ódio de Dios al impio y á su impiedad: el desagrado con que miraba sus sacrificios, y el no encontrarse uno solo que fuese capaz de aplacar su ira, ni de templar su indignacion. Todo esto y mucho mas que por la fé sabemos hacia ver tan árdua la obra de nues- tra redencion, que solo pudo superarla la forta- leza de espirita de un hombre Dios, á cuyo gran poder todo se rinde, y á cuya voluntad está todo sujeto. Fué la cruz el instrumento señalado para esto de la divina sabiduria, y la que eligió vo- luntariamente el amabilísimo Salvador para perfec- cionar esta, que es la mayor de todas sus obras, y en que se deja ver la fortaleza suma del que se abrazó con ella. De esta cardinal virtud, que como uno de sus soberanos dones comunicó el Espíritu santo á la homanidad santísima del Verbo, es propio el padecer constantemente todos los males que para la consecución de un bien árduo y dificil se juzgan necesarios. Trae aquí la memoria las mortales ¿gontas que padeció en el huerto á la

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