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DEL EVANGELIO. Tí bargo, no hiay historia en el mundo mas á propósito para mover los afectos. No puede decirse que el arte es admirable en los libros del Evangelio ni que está en ellos muy oculto, y no obstante son infi- nitamente superiores á todas las obras mas perfectas del arte. Son diferentes en el estilo y conformes én la historia: diferentes en el tiempo en que salieron á luz y semejantes en la verdad: diferentes en la lengua en que se escribieron y conformes en la doctrina. No es posible que sean tales escritos producciones humanas: el espí- ritu de Dios los ha dictado. Leed, amados cristianos mios, el santo Evangelio, y admirareis la cosa mas asombrosa del mundo: reflexionad sobre. el tono con que hablan de sí mismos y de sus compañeros los evangelistas. Es imposible hablar con tanta indiferencia de personas que nada les tocasen. Ellos bablan de la oscuridad de su nacimiento, hablan de sus defectos, de sus debilidades, de sus faltas las mas graves como de cosas que decian simple relaciones á los sucesos de Jesucristo, y como de circunstancias que los acompañaban. Todos los mortales sentimos en nuestro corazon un amor propio que pide nos discul- pemos cuando podamos, ó que seamos los primeros en culparnos cuando no podamos disculparnos. Por esta diestra y mañosa con- ducta salvamos nuestra reputacion, ó nos indemnizamos con ven- tajas de la que hemos perdido. Nada de esto, que es natural en to- dos los hombres, hallamos en los evangelistas : ellos son únicos entre todos los mortales: cuentan sus debilidades y sus faltas mas groseras sin disculparse ni acusarse; de lo que infaliblemente re- sulta, que no tenian amor propio, que es cosa muy rara, ó que jamás cedian á él, que lo es todavía mas. Preséntennos los incrédulos instruidos sus escritos, y digannos en qué página de ellos se halla la sencilla y verídica confesion de la oscuridad de su cuna, de la humildad de su profesion , de su nécia tardanza en creer las verdades de la divina Escritura, de sus celos por el buen nombre de sus compañeros, de su ambicion por los primeros empleos , de sus negaciones de Jesucristo , de su cobardía en desampararle, de su estúpida ignorancia, de sus traiciones , y de su incredulidad. Nos darán los incrédulos en sus escritos algun ejemplar de esta conducta? Ay de mí! Ellos, y yo, y todos los mortales, escribimos como hombres que ocultamos cuanto podemos nuestros defectos , y hacemos valer cualquiera ventaja que haya en nosotros , aunque sea hurtando la gloria al Dios de las misericordias de quien la recibimos : en los evangelis-
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