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340 SOBRE LA PASION infierno : en los ángeles , en los hombres y en los demonios; y á ese mismo us atreveis á preguntar si conoce la mano que le hiere? Asombrosa estupidez del entendimiento humano ! Admirable pa- ciencia del amor divino! Grandes lecciones tenemos aquí para dar el cuarto paso en la vida espiritual; pero la que nos dá San Pedro con su negacion y su arrepentimiento, nos debe llevar por ahora la atencion. Em- prendimos el camino de Dios, caminamos por él con total separa- cion de las costumbres del siglo, con oracion y atencion á las divi- nas inspiraciones? Pues aprendamos ahora á no confiar, como confiaba San Pedro, mas de lo justo en nuestras propias fuerzas, á no buscar ni entrarnos en los peligros por nuestra propia voluntad, como se entró San Pedro: y á llorar perpétuamente como él nues- tros desórdenes, «si por desgracia reincidiésemos en la culpa. Mi- rad que no somos apóstoles como lo era San Pedro: no estamos tan favorecidos de la presencia corporal de Jesucristo como lo estaba San Pedro : no tenemos aquel fervor ardiente que San Pedro tenia: y con que se ofrecia á morir por su Maestro antes que negarle, aquel ardimiento con que echó mano á la espada y arremetió solo á los soldados y ministros; y si un hombre como este cae en las ocasiones peligrosas: si el principe de los apóstoles niega tres ve- ces á Jesucristo, quién estará seguro en los peligros? Ninguno. Creedme, hermanos, es una ilusion, es un error contar con la fir= meza de vuestros buenos propósitos, no separándoos de los peli- gros. Imitásteis á Pedro errante? Imitadle penitente. Compadeció- se nuestro amable Redentor Jesucristo de su discípulo Pedro, le miró amorosamente, y Pedro, cooperando á las divinas inspiracio- nes, huye de los peligros y llora amargamente su pecado. Exivil foras, et flevit amare. V. Pasóse, en fin, aquella tristísima noche: á la mañana se volvieron á juntar los sacerdotes, los escribas, los fariseos y demas personas visibles que componian el conciliábulo en que presidia Caifás, y juzgando todos que el autor de la vida era digno de muer- te, le llevaron bien atado y con grande alboroto al palacio del pre- sidente Pilatos, para que hiciese ejecutar la sentencia con el ma- yor rigor. Examinó brevemente la causa el presidente, y no ha- llando delito en aquella suma inocencia, preguntó á los escribas y fariseos, qué acusaciones tenian contra aquel hombre? Ellos, He- nos de hipocresia y de diabólica soberbia. le respondieron: si no fuera malhechor; no te le traeríamos para que le sentenciaras. No
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