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$50 DE LA MUERTE DEL JUSTO tras el ¡infeliz se acerca con veloces pasos á la muerte, se le está despojando la casa, y estraviando fraudulentamente los bienes de ella, Carísimos oyentes mios, tal es el mundo en que vivimos, y aun le amamos? Tal pago dá á sus criados, y le servimos? En dónde está nuestro entendimiento, nuestra razon y nuestra fé? Se- remos tan insensatos que por no seguir el partido de la virtud en la vida, nos espongamos á una muerte pésima? A una muerte en que la memoria de lo pasado aflije, el dolor de lo presente ator- menta, y el conocimiento de lo porvenir desespera? Mas quién puede pensar en esto sin horror y estremecimiento? Un Dios eterno, inmenso, omnipotente, justo y santo que va á re- sidenciar las palabras , los pensamientos y las obras de un hom- bre mortal, débil, miserable y pecador! Un pecador que va á comparecer delante de un tribunal, en el que tiemblan los santos, y que halla defectos hasta en los mismos cielos! Un Dios á punto de proferir una sentencia inevitable, irrevocable y eterna; y un pecador cercano á ser arrojado á los braseros eternos por justo cas- tigo de sus culpas! Pueden fijarse en el alma estas ideas espantosas, sin asombrarnos, aturdirnos y melancolizarnos? Ya no me admira el verá los mayores santos prorrumpir en tristes lamentos al acer- carse este formidable momento. Alma mia, se decia á sí mismo San Hilarion, por qué temes? Por qué recelas desamparar tu mor- tal cuerpo? Setenta años has servido fielmente al Señor, y aún recelas? Y aún tiemblas comparecer en su presencia ? No entres con tu siervo en juicio, decia tambien el Santo Job, porque sino usas de tu grande misericordia con los hombres, ninguno podrá justificarse ni responder á una sola pregunta de cuantas le hagas, Los Stilitas, los Arsenios, los Macarios y otros muchos ilustres pe- nitentes que asombraron el mundo desde los desiertos, cuando consideraban que iban á luchar con toda una eternidad , y que al primer choque se decidia su suerte para siempre, se estremecian alónitos de espanto; y considerándose como un átomo impercepti- ble delante de la inmensidad de Dios, se aturdian y aniquilaban, Pecadores, amados pecadores de mi alma, reflexionad que estos hombres insignes de quienes hemos hecho mencion, y otros innu- merables que omitimos, podian muy bien decir con el apóstol San Pablo: Vihil mihi conscius sum. No nos remuerde la conciencia de algun pecado: nos parece que si tuvimos la desgracia de irritar á Dios con nuestras culpas: le hemos procurado aplacar con frutos dignos de penitencia ; nos persuadimos que nos habrá perdonado,

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