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pal. e en negarle la adoración que se merece! ¡Cuántos cis- máticos contumaces!... Pero lo que aún es más dolo- roso, ¡cuántos entre los mismos católicos que forman el rebaño de la Iglesia deshonran el sagrado nombre que llevan de cristianos y se pierden miserablemente!.. ¡Cuántos aún entre los que tuvieron padres cristia- nos, que ignoran lo más esencial de la doctrina cris- tiana para salvarse!.. ¡Cuántos después de haber aprendido el camino del cielo lo olvidan y aún lo mal- dicen por dejarse arrastrar de las máximas del mundo y de sus desordenadas pasiones, infringiendo y con- culcando todos los preceptos divinos y eclesiásticos!.. Las blasfemias contra el mismo Dios, sus Santos y las cosas sagradas son tan frecuentes, que horroriza sólo el pensarlo... Se profanan sin miramiento los días festivos... Apenas hay padres de familia que se hagan cargo de sus obligaciones para con sus hijos... La caridad se halla resfriada en el mundo, y basta cualquier causa para que se originen odios y rencores profundos... La lujuria está enseñoreada de casi todos los miembros de la sociedad... Son pocos los que se cuidan de cumplir los preceptos de la Iglesia, y me- nos aún los que reciben con las debidas disposiciones sus sacramentos... En una palabra, el vicio tiene mu- chos seguidores y la virtud es perseguida... Y ¿no hay en la Iglesia remedio para tantos vicios? ¿No hay me- dicamentos para tantos enfermos? Si; hay en la Igle- sia remedios para tantos males. Nuestro Divino Sal- vador dejó en los sacramentos por él instituidos para bien de los hombres un remedio universal para curar toda clase de enfermedades. Ha dejado á los Sacerdo- tes para que como médicos apliquen esos medicamen- tos segúm las necesidades. ¿Por qué, pues, no sanan de sus llagas tantos enfermos espirituales? ¿Sabéis por qué, dice San Jerónimo? Eó quod non sint Sacer- dotes, quorum debeant curari medicamine. Porque no hay Sacerdotes que animados de celo y de espiritu de

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