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fueron la predicación y el confesiona– rio. No sólo la parroquia, sino la zona entera se conmocionó, acudiendo gente de grandes distancias a oír la palabra de Dios y empeñando al misionero en el confesionario tanto tiempo que sólo le qu~daba un par de horas para descan– sar. El 6 de abril de 1843 llegaba, en compañía de otro sacerdote capuchino, a San Femando de Apure, puerto flu– vial importante, fundado también por misioneros de su Orden en 1788. Pre– dicando de pasada en ese y otros luga– res del camino, por fin, el 1 O de mayo entraban en San Antonio de Guachara, meta de sus largas andanzas desde el viejo continente. Era un poblado indio y también de origen misional en el que hombres y mujeres no usaban otra ropa que el guayuco o taparrabos. Allí se re– pitió la consabida reacción de sorpresa de los jóvenes y de júbilo en sus mayo– res, que les aseguraban: "Estos son los padres que instruían a nuestros antepa– sados. Estos son los que antes goberna– ban a los indios, nuestros hermanos, éstos los que tanto se interesaban por nuestro bien". . Entregados a su evangelización, pronto cundió la voz por la comarca y comenzaron a fluir los habitantes de otras rancherías. Entre los vicios más funestos descubrieron el de la embria– guez. El indígena en estado ebrio era capaz de vender cualquier cosa por una botella de aguardiente, desenfreno fo– mentado por los blancos especuladores. Muy poseídos los misioneros de un ar– caico concepto de su papel de padres de los indios y de autoridad suprema en las reducciones, idea confirmada también por alguna cláusula del contrato con el Gobierno, dictaron unas ordenanzas en– caminadas a cortar drásticamente aque– llos abusos, pero que, a la vez, les acarrearon la antipatía de los trafican– tes y de los poderes locales. En la na– ción había sucedido al régimen moderado, importador de misioneros, el muy hostil de los liberales y, si en el trato dispensado a aquéllos por el pri– mero latía ya la directriz de que eran meros empleados suyos, en la actitud del segundo se haría patente la incom– patibilidad de miras e ideario respecti– vos. A esas dificultades externas vino a sumarse la pérdida completa de la salud por parte de los misioneros destacados en aquella avanzadilla. El paludismo, que se les había ido inoculando insen– siblemente, estalló con fuerza de pronto y, unido a la desnutrición crónica, les puso a ambos al filo de la muerte. Ten– didos medio exánimes cada uno en su chinchorro, se preguntaban quién sería el primero en partir. El padre Esteban soñaba con entregar su alma al Señor el día 4 de octubre, fiesta de San Fran– cisco. Mas no sería la hermana muerte corporal quien les visitara en aquella fecha, sino algo quizás más amargo. La fiebre perdió bruscamente peligrosidad cuando tomaron una poción hecha por una india con las raíces de cierta hierba. Lo que sí recibieron el 4 de oc- 9

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