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El 1O de julio desembarcaban en Cumaná, siendo recibidos por la pobla– ción no menos triunfalmente que ha– bían sido despedidos por la de Marsella. Los ancianos, que aún recor– daban con cariño a sus antiguos misio– neros, vitoreaban al estandarte de la Divina Pastora, y decían "Ahora sí que nos confesaremos". Pero las autoridades políticas, y en parte las eclesiásticas, complicaron pronto la empresa, tratando de no ate– nerse a alguna condición básica del contrato, como la de enviarles a misión viva. -"Sepan que han de ser párrocos, y que no hay tales misiones",- les aseguró un oficial del arzobispo de Caracas. En parte por lo que eso suponía de beneficio eclesiástico, contra la obser– vancia estrictísima de la pobreza, pero más aún por lo que implicaba de frus– tración del ideal misionero y quebranto flagrante de la palabra dada en nombre del Gobierno nacional por quien les había contratado, el padre Esteban re– puso con energía: -"Los capuchinos no hemos pasado los mares para engrosar la bolsa, sino para aumentar el rebaño del Salvador. Esto es lo que hemos prometido a nues– tros prelados y al mismo Papa". Esa actitud tajante y los intereses económicos y políticos del Estado sal– varon de momento la finalidad para la que habían sido enviados de Europa a Suramérica. 8 El Gobierno venezolano dispuso que pasaran a las zonas indígenas de Apure, cuando cesaran las lluvias, aten– diendo mientras tanto algunas parro– quias en la ruta. Al padre Esteban le tocó la de Para– para, pueblo fundado, como otros cen– tenares, por misioneros capuchinos, pero privado de ellos y de toda cura de almas desde que, en 1817, muriera el último, el padre Francisco de Andújar, maestro de Bolívar. Si los ancianos recordaban con ve– neración la figura típica del fraile, a los jóvenes les resultaba extraño y pinto– resco lo nunca visto, como la larga barba rubia del recién llegado, el cer– quillo y el hábito o "camisón". Al misionero novel le causó pronto estupor su primer encuentro con un am– biente moral degenerado en tantos años de abandono espiritual. El gran número de matrimonios e hijos ilegítimos, la in– fidelidad conyugal, los bailes indecen– tes, la falta de pudor, y muchas otras muestras de la misma galería fue lo que más dolorosamente Je impresionó. Buscando remedio a esos vicios con su contrario, pensó en la inocencia de los niños, los instruyó en el catecismo, y preparó para la Primera Comunión en un acto solemne, comprometedor y contagioso a la vez para los mayores. No pocos de éstos comenzaron inme– diatamente a dejar sus malas costum– bres y acercarse a la iglesia. Para que la conversión fuese más honda y masiva, organizó una misión general, cuyas alas

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