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al caminante. Vedla ahí esperándome en el atrio, esbelto el talle y afable la faz... ¡Sombra, hija del Bosque bellísima y sin igual amable... Morena de cutis y de ojos... Sombra, Sombra...! Heme aqui que entro ya, despacito y resonán- dome el corazón: acoge con cariño a este extraño que llega cansado. Me secó la frente con un lienzo leve. Luego sentóseme al lado—la doncella adora- ble—¡y cuán dulcemente pusímonos a conversar en secreto! Templo del descanso, lleno de columnas, forma- da la bóveda de muchedumbre de hojas y de fingi- das estrellas; ¡y en ese templo tú, de sacerdotisa! La tierra en derredor nuestro exhala vapores, caldeada por aquel caer de derretido oro. Mas, de esa lluvia achicharrante está el bosque a salvo. ¡Quietos, pues, aquí, querida mia! Sea para nosotros del estío la única joya el oro abigarrado que entrevemos más allá del ramaje de estos árboles. Quédense ahí fuera sus magnificen- cias y gocen otros de sus cálidos besos. Los tuyos 1

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