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nías, vengo a cantar las épicas proezas de los hijos del mar. VESPERALIA Cae la tarde, y sus luces engarzan diaman- tes en las cristalinas crestas de la costa... De cumbre en cumbre, cual horno de fuego, des- ciende lentamente el disco del sol, nimbando de color los contornos de las nubes y lanzan- do trenzados dardos, para sumergirse luego en blanco lecho de espuma. Plácido atardecer de tibias caricias. Toda la inmensidad liquida fundida en oro... Las olas, que antes rizaban suavemente la super- ficie de las aguas, comienzan a agitarse, co- mo impulsadas por el aliento de la noche, que extiende ya su manto de sombras. Más allá de las crestas roqueñas del acan- tilado, se cierne un águila de negras alas, que clavando sus lucientes pupilas en el dis- co del sol, que lentamente desciende, bebe ansiosa a raudales los últimos rayos. A lo largo de las sinuosidades de la costa veo jugar a las ingrávidas gaviotas, confun- 125 =y

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