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Así, transformado, preséntase Pindaro a los juegos Olím- picos. Desde entonces favorecióle la fortuna; fué el campeón perpetuo. Con una hada semejante a Urania debió hallarse nuestro poeta. Con la recatada «Sombra», la soberana hija del Bosque, aquella a quien topara a la entrada de la selva. Ella fué, por lo menos, la que cariñosa- mente saludó al poeta y la que con suave lienzo enjugó su frente. ¿No le infundió ella la inspiración poética cuando amigablemente sentados le confiara sus secre- tos? «Templo del descanso, lleno de columnas, formada la bóveda de muchedumbre de hojas y de fingidas estrellas. ¡Y en ese templo la sacerdotisa eres tú! La tierra en rededor nuestro exhala vapores, por aquél caer de derretido oro. Mas de esa lluvia achicharrante está el bosque a salvo. Quietos, pues, aquí, querida mía.» ¿Sería esa sacerdotisa la que infiltró en los versos de «Lizardi» la inspiración? ¿Seria la hija del Bosque la que instigó su fantasía? ¿Fué ella quien prestó a sus poesías esos haces de belleza? Multitud de poetas han sido favorecidos por tan mági- cos personajes. Ellos han sido el benéfico numen de los artistas. El italiano Bembo nos describe su quimérica visión: «Una liggiadra e candida angioletta Seder all'ombra in grembo dell'erbeta

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