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jauría de perros hambrientos y rabiosos se agita inquieta en torno suyo, ladrando y aullando sin cesar, esperando, taimadamente, a que vuelva la cabeza para clavar en sus carnes los afilados dien- tes. La arrojaron de los valles risueños, y anda ahora errante por las ásperas rocas de las alturas, siempre hacia arriba, fugitiva siempre, cual cier- vo que huye a través de los argomales y los ha- yedos. Las manos perversas que la pusieron en tan triste estado no son todas, no, de extraños. Tam- bién las de hermanos nuestros—¡quién lo creye- ral—se afanaron en tan criminal labor. ¡Odio, odio enconado para ellos! Para los que salieron de las entrañas de su madre para clavar luego el artero puñal en su blando regazo. ¡Odio, odio enconado para siempre! A aquellos que se alimentaron con su blanca leche y rasgaron luego, bárbaramente, aquel pe- cho adorable y sagrado, ¡cáigales el más amargo de los odios! ¡Odio por siempre, maldición eterna! Para quienes robaron a sus labios los dulces besos del amor y la miel de sus palabras y cubrie- ron luego aquel rostro con repugnantes salivas, ¡el más cruel de los odios, la más terrible maldición! 83
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