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cabellera de oro ostentaba una rica y resplande- ciente corona. De sus hombros caía, amplio y ondulante, el manto de púrpura de la realeza. Su limpida frente brillaba como el sol del mediodía. Pero, ¡ay!, después... ¡qué terrible transforma- ción! ¿Quién pudiera creerlo? Aquella espléndida corona ¡rodando por el suelo! No lleva, no, ya sobre su cuerpo, como una rei- na, sus ricas vestiduras de antaño. La arrojaron de su trono y se eclipsó aquella inefable hermo- sura. ¡Hela ahí, hela ahí! ¡La estoy viendo! 10h, Dios, cuán digna es de lástima! El dolor descargó so- bre su dolorido rostro la terrible zarpa. El aire huracanado sacude a los cuatro vientos su revuelta cabellera. El débil fulgor de sus ojos es como un sol que agoniza entre espesas nieblas. Va vestida de guiñapos harapientos que ni si- quiera le permiten cubrir su cuerpo. Una enorme vi 81
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