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ES por derecho propio. Aquellos oran, estos no. Exigen de Dios lo que llaman sus derechos, mientras los humildes imploran gracias. Creen los soberbios que se achican cuando se arrodillan; que se envilecen, cuando recono- cen la grandeza de Dios; que sus riquezas les son debi» das, y que, en todo caso, no se cambiará la Voluntad soberana que no se las dá espontáneamente. Los humil- des se sienten grandes cuando, postrados de hinojos, re- conocen su grandeza. Su alma se eleva, alegrándose de la riqueza de su Padre celestial; creen en su amor, sién- tense halagados, cuando el amor divino los escucha y los bendice; se alegran de ser pequeños y pobres y ne- sitados, para deber al Señor su crecimiento, su riqueza y su felicidad. Dios desecha a los soberbios y da su gracia a los humildes; esconde sus secretos a los satisfechos y lle- nos de sí mismos, y los revela a los pequeñuelos. Dios, en una palabra, quiere que le roguemos, para que co- nociendo nuestra miseria le demos ocasión de remediar- la y de colmarnos de sus dones, Oremos por lo tanto, como'el leproso. No dudemos un instante de la bondad de Dios. Oremos como el cen- turión. Creamos que puede el Señor cuanto quiere, y que quiere nuestro bien con más intensidad que noso- tros mismos. El hombre que ora, se salva, el que no Ora, se extravía en sí mismo, se queda en su pequeñez nativa, y se hace indigno de vivir en la casa del Padre celestial, cuyos tesoros pueden enriquecer a cuantos se- pan desearlos y pedirlos con amor. Así cantó la Virgen bellísimamente: «A los hambrientos humildes llenas de bienes, y envías vacíos a los ricos satisfechos».
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