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— Y = le pidamos. La oración fervorosa, sencilla, confiada, co- mo la del leproso, como la del centurión, si es perseve- rante y no decae por la tardanza en ser atendida, es un acto de filial confianza y abandono en las manos de Dios que sabe cuándo nos conviene ser escuchados y a penas puede contener sus prodigalidades ante nuestro insistente ruego. Aunque no fuera más que por esta razón, nosotros debíamos vivir de la oración amorosa que tan bien responde a las exigencias soberanas de la gloria divina. Por éso la santa Iglesia ha conservado como la ex- presión más pura del alma que va a comunicar con el Sacramentado Amor divino las palabras del centurión: «Señor, yo no soy digno... mas decid una palabra...» Esa actitud estremece el corazón generoso de Jesucris- to y abre la puerta de sus tesoros. Argumento moral. Es finalmente, la oración el acto humano que mejor expresa el conocimiento que de nosotros mismos tene- mos. Ciencia difícil es conocer a Dios; pero Dios se re- vela ton brillantemente en sus obras que las almas sin- ceras lo vislumbran con relativa facilidad. Algo más di- ficil es conocerse a sí mismo. Por eso San Agustín con- densaba todas sus aspiraciones en aquella súplica: «Se- ñor, conózcame a mí y conózcate a Ti». El mundo está dividido en dos partidos irreconciliables; el de los hu- mildes que se conocen y saben quienes son y lo que pueden y lo que saben y el de los soberbios que se imaginan poderlo todo y saberlo todo "y tenerlo todo
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