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E 2 nic dc agan E deter SE pa de lloramos los mortales. Uno de ellos es judío, el otro gentil. Los dos oran confiados en la benevolencia y en el poder que invocan. No se notajen ellos arrogancia ni recriminación alguna, sino la sensación honda de su des- gracia manifestada con sinceridad y con fe a quien pue- de remediarla. ¡Y con que bondad acude Jesús al grito confiado de su oración! El pobre leproso expresa sencillamente su mal: «Si quieres, Señor, puedes limpiarme:» y oye enseguida como el eco fiel de su confianza y la ratificación de la confesión que hace de su poder: «Sí... quiero; sé lim pio. No puede darse díalogo más corto, ni más expre- sivo entre la miseria y la misericordia, ni procedimiento más sencillo para llegar con el dolor al Corazón del Omnipotente amador. Dos voluntades que se encuentran en un punto que- riendo la misma cosa. Ninguna vacilación en lasúplica del leproso, ninguna vacilación en la palabra prodigiosa que le devuelve la salud y le manda cumplir el precepto legal que lo declara restituido a la sociedad de los hom- bres. La misma enseñanza se deriva del otro milagro. Ahí está el centurión, hombre gentil, ajeno a las espe- ranzas mesiánicas de los judíos, pero de un alma recta y leal que sufre intensamente por la enfermedad que aqueja a un criado, que le es muy querido. «Señor, le di- ce, mi criado está muy enfermo y sufre mucho.» «Yo iré y le curaré», [responde el Señor. Ante la flexibilidad sor- prendente con que Jesús se adapta a su oración sencilla y confiada, el gentil cae de rodillas y emocionado repli- ca: «Señor yo no soy digno de que entres en mi casa,

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