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Mb excluir la fuente misma de la vida, que surge del amor entre el hombre y la mujer. El mundo pagano había pro- fanado el hogar, prostituyendo las relaciones conyuga- les; había degradado a la mujer, al niño y todo el víncu- lo sagrado de los esposos. El Evangelio debía promul- gar de nuevo las bases fundamentales de la vida del hogar, previniendo los asaltos de las pasiones humanas que tratarían siempre de minarlos y recobrar la falsa li- bertad de las concupiscencias carnales, y con ella el retroceso al paganismo. Fuera de la inspiración evan- gélica, aún entre cristianos, el amor de los esposos se mide por el dinero. La codicia preside sus juramentos; la procreación de los hijos está también calculada según la vida regalada que los padres quieran llevar huyendo de los sacrificios que la educación y la vida de hogar trae, consigo. De aquí la degradación de las relaciones sexuales, la criminal limitación de los hijos, el divorcio y el derrumbe del hogar doméstico. Era por tanto necesario que el Divino Maestro afir- mara ostensiblemente desde el principio de su vida pú- blica la inviolable santidad del hogar y la grandeza tras- cendental del pacto de amor y de felicidad mutua y de mutuo respeto y de unión indisoluble que representa el matrimonio, fuente de la vida contra la que constante- mente acechan bajas pasiones y la corrupción privada y pública. Aunque parezca, pues, extraño a los espíritus po- co reflexivos ver a Jesús acudir a tun festín de bodas, nosotros, que sabemos cuantas enseñanzas se encierran en la vida oculta de Nazaret, adivinamos sin esfuerzo que, al aceptar la invitación al banquete de Caná, Je-
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