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ES moros, de los herejes y de cuantos desgraciados no co- nocen a Dios. Ya sabéis cómo el mismo Jesús alaba en el Evange- lio la sencillez y el candor de los niños buenos, de los que saben acercarse con respeto y con amor a El y a cuantos en su nombre les hablan, y aprenden docilmente la doc- trina de la vida eterna. Por lo mismo habéis de pensar lo malo que le sabrá ver a esos niños fariseos que, después de oir la respuesta de sus mayores sobre algo que pare- ce interesarles, quédanse cabizbajos, murmurando de su padre o de su madre y del sacerdote, y aún atreviéndose a contradecirles con arrogancia pidiéndoles los títulos en virtud de los cuales les aconsejan o les mandan. Esos, son niños malos, mentirosos, altaneros que se quedarán en su ignorancia y se harán odiosos a Dios, a los ángeles y a los hombres. ¿No os parece que es horriblemente feo oir disputar a los niños con los mayores y darles a enten- der que saben tanto o más que ellos? Tal fué la primera tentación con que la serpiente engañó a Eva en el paraí- so. Le preguntó maliciosamente por qué Dios les había prohibido comer del árbol de la ciencia del bien y del mal. Ese «por qué» se le quedó metido en la imaginación y le pareció luego que Dios había hecho mal enprohibirle aque- llo. Ya sabéis las tremendas consecuencias de aquella ma- liciosa pregunta. Pues lo mismo sucederá a los niños que pleitean con Dios y con los mayores: ¿por qué me man- dan esto? ¿por qué me dicen esto otro? Es mucho más hermoso y más provechoso para todos preguntar con do- cilidad y creer con amor a lo que nos dicen. Así seremos de los amigos de Dios.

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