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A ciegos ven, que los sordos oyen, y los cojos andan, y los pobres son evangelizados: que es bienaventurado aquel que no se escandalizare en Mí». Y cuando los discípulos del Bautista se fueron con respuesta tan concluyente, el Divino Taumaturgo y Maestro corrobora públicamente la elevada opinión que el pueblo tiene de su Precursor, haciendo de él cum- plido panegírico, como lo habéis oido en el Sto. Evan- gelio del día. La prueba objetiva pues e irrecusable estaba a la vista. Un hombre santo, por todos reconocido como tal, da testimonio de Jesús; Jesús ofrece de sí la prue- ba sin réplica para todo hijo de Abraham; cumple a la letra las profecías; hace lo que los libros santos anun- ciaron que haría el Mesías. No había pues más que re- conocerlo por tan evidentes señales. Estudiemos nosotros, dos de las que Jesús ofrece como comprobantes de la divinidad de su Misión. No solamente hace milagos de orden físico y material que delatan la existencia y el ejercicio soberano de un poder divino, sino que se ocupa en evangelizar a los pobres como lo había anunciado el Profeta: kEvangelizare pauperibus missit me». Y esta evangelización y aque- llos milagros que debieran conciliarle el amor de todos y la adhesión incondicional a su divina persona levanta- rían olas de contradicción; muchos se escandalizarían de sus obras, marcando con su odio la imborrable línea entre los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas.

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