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Ms actos religiosos de todos los pueblos, e hicieron y ha- cen inexcusables a cuantos no le conocieron. Ofrécesenos hoy de relieve la hermosa figura del Precursor S. Juan Bautista que señaló con su dedo la llegada del Redentor, y con una pregunta discreta, con- siguió de sus divinos labios la primera declaración de la misión divina que ejercía entre los hombres. En la expectación general en que el mundo vivía del momento en que aparecería el Redentor, los discípu- los del Bautista, persuadidos de la santidad de su maes- tro, contentábanse con su ministerio, como si él fuera el que había de venir, y aun sintieron celos de Jesús, cuando los rumores de sus primeros prodigios comen- zaron a llegar al desierto, donde predicaba penitencia. Envíalos por tanto al Salvador para preguntarle: ¿eres tú el que ha de venir o esperaremos todavía a otro? No implicaba la pregunta duda alguna en S. Juan; había ya dado testimonio fehaciente de quien era Jesús, señalándolo como «el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo»; pero era necesario que los bue- nos israelitas tuviesen la palabra misma del Mesías, autorizada por la solemnidad del momento en que se pronunciara, y garantizada por el nombre del Santo del desierto, cuyo testimonio era irrecusable. En el momento de llegar los enviados de Juan, Je- sús se hallaba en funciones de Maestro y de Salvador, tal cual los Profetas lo habían descrito y anunciado. Cuando oyó el mensaje del Precursor dijo a sus emi- sarios: «ld y decid a Juan lo que habéis visto; que los
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