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ME Jesús se desentiende una vez más de aquella preocupa- ción nacionalista, terrena, para enderezar sus almas al punto de vista sobrenatural en que debían moverse y les contesta: «No os toca a vosotros saber el momento y la hora que el Padre se reserva. Mas recibiréis la vir- tud del Espíritu Santo y seréis testigos míos en Jeru- salén, en Galilea y Judea y hasta los confines de la tie- rra». ¡¡Cuánta necesidad tenían aquellos hombres de perder de vista la materialidad de la presencia de Jesús!! Llegaba el día en que para tomar parte activa en la obra del Maestro Divino en la propagación de su Rei- no, deberían apoyarse no en la nacionalidad, ni en la raza, ni en sentimientos de simpatía de carne y sangre, sino en su gracía, en su palabra, en su divinidad; ellas les darian la conquista del mundo. El Hijo del hombre pasaba ya visiblemente al estado que como a Hijo de Dios pertenecía por naturaleza y por derecho de con- quista. En una de sus apariciones encamínase con los once Apóstoles y con unos quinientos prosélitos, discí- pulos todavía medrosos del Evangelio, al monte Olive- te y allí, dadas sus últimas recomendaciones, y depo- sitando en su santísima Madre una mirada de intenso ca- riño, como quien se despide hasta luego y le confía el cuidado de su naciente Iglesia, deja que una brillante nube lo envuelva poco a poco, y se va elevando por los aires, por su propia virtud y desaparece de la vista de los suyos y llega al empíreo cielo con la carne virginal recibida de María, glorificada y ungida, para ser allá nuestro Pontífice Eterno y garantía de nuestra recon- ciliación con el Padre.

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