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ro ario Ad Pm paRR cin cited o, pe premia — 260— promesas a los desolados apóstoles. Sentado a la dies- tra del Padre, les enviará al Espíritu Santo y su Obra redentora entrará en una nueva fase y se presentará pú- blicamente organizada y militante, dispuesta como So- ciedad perfecta de derecho divino, contra la cual se des- tacarán los furores del Averno inútilmente. Habéis oído las palabras del Santo Evangelio de hoy; todos sabe- mos cómo se cumplieron y se cumplen en las persecu- ciones y en los martirios sufridos por los discípulos del Crucificado; lo cual, junto al hecho veinte veces secu- lar de la persistencia de la Iglesia, corrobora más y más la promesa de su Divino Fundador de estar asegurada la existencia de su Obra sobre la tierra. Antes, pues, de asistir a la solemne manifestación del día de Pentecostés, hemos de considerar hoy la si- tuación moral y material de aquel puñado de hombres que formaron la Iglesia naciente. Jesús había convoca- do a los suyos a las montañas de Galilea para verlos después de la Resurrección. Allí habían tenido lugar las frecuentes apariciones que consolidaron la fe turba- da de los apóstoles cuyo espíritu había llegado a la con- vicción de que «convenía que Cristo hubiera padecido, y porla muerte de cruz entrase en su gloria»; ellos habrían de seguir el mismo camino, debían por lo mis- mo estar prevenidos. Ahora al acercarse el triunfo de su Ascensión, les inspira reunirse en la Ciudad santa de Jerusalén, para que contemplasen su glorificación en el mismo lugar donde habían visto sus ignominias. Todavía soñaban aquellos buenos galileos con la res- tauración del Reino judío. «Será éste el tiempo, le pre- guntan, en el que vas a restituir el reino de Israel?...

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