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1 a licia de cuantos invocaron la naturaleza para mostrarse rebeldes a la luz de la Revelación y al impulso de la Gracia, fiados en la temporal impunidad del malo. Al clamor estridente de la violentada naturaleza reclaman- do el orden divino, se sumará el de la conciencia, pi- diendo justicia al cielo; y sobre estos clamores se oirá el de la misma Justicia, exigiendo los inalienables de- rechos de Dios. Día grande aquél y terrible, delineado en la Sagrada Escritura y en todas las tradiciones de los pueblos. El comienzo del Reinado de la eterna Jus- ticia será la invasión de la luz en las conciencias hipó- critas y en las reputaciones venales que pudieron enga- ñar al mundo, pero que no pudieron engañar al Señor. Disipadas las tinieblas que rodeaban la vida de los jus- tos menospreciados, levantarán estos la cabeza ante la aurora de su final redención. Muchos incrédulos y aun muchos cristianos, inte- resados en eliminar del escenario del orbe al Dios Per- sonal, Sabiduría Personal y Personal Justicia, esperan de los acontecimientos mismos una especie de equilibrio necesario que llaman justicia inmanente, mito panteísti- co, que les libra del temor al Dios vivo. No, no existe tal justicia fatalista; el mundo físico está sí defendido en su orden por el equilibrio constante de sus fuerzas que ninguno quebranta sin ser víctima de su osadía; pe- ro el equilibrio del mundo moral exige una Voluntad im- pecable, Inteligencia suprema y Poder omnipotente pa- ra dar a cada uno lo suyo y ponderar el valor de las obras de todos. Bien sabemos lo que la humana justi- cia puede hacer y hace en este particular. El bueno es condenado y vilipendiado, y premiado y ensalzado el
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