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— 237— todos la compadecian y la creían desgraciadísima; pero ella, que aprendió a escribir, desafiaba a todos por escri- to a quien estaba más contento. Apesar de que no podía gozar, ni de la luz, ni de la belleza de los colores, ni de las armonías del sonido, ni pronunciar el nombre de su madre, ni oir su dulce voz, daba testimonio de su felicidad íntima y jamás pudo sorprender nadie en su hermoso ros- tro una arruga de melancolía, ni un gesto de tristeza; le preguntaban cómo había llegado a poseer este sano opti- mismo de la vida y ella escribía: «Amo a Dios y me siento amada de El; miro mi conciencia y la encuentro tranquila; soy dueña de mi cuerpo y ninguna pasión innoble me do- mina por gracia de Dios; no tengo ambiciones, espero el cielo.» ¿No véis qué niña tan alegre? Ya lo había cantado santa Teresa de Jesús:«Quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta.» De manera que la fuente de la más pu- ra alegría está en el alma; la alegría ha de salir de aden- tro para afuera. Desgraciados de aquellos que necesitan mucho artificio exterior para sentirse felices. ¿No véis esos niños pequeñitos, pero sanos? Aunque sean pobres, se divierten admirablemente con unas piedrecitas o con unas pajas; en cambio, los niños caprichosos o enfermos, aun- que sean ricos, no pueden divertirse sino con juguetes costosos y variados y apenas tienen uno!loran por otro, y siempre están de mal humor. Esto demuestra que no es lo exterior lo que nos di- vierte y alegra, sino la disposición de nuestro ánimo. Así los niños buenos cristianos, aunque no vean con los ojos de la cara al Señor, lo ven con los ojos de la fe y saben que está en todas partes cuidándoles como cariñoso Padre a quien invocan confiados todos los días: «Padre Nuestro que estás en los Cielos». No palpan a Jesús en la Euca- ristía, pero lo sienten en su alma, inundada de gozo, cuan- do lo reciben en la Comunión, y lo besan y lo adoran. El

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