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ci e e a - Pm or il Mb los malos, su buena suerte, sus días apacibles y la abun- dancia en que viven nos causan sorpresa dolorosa, co- mo si el término de la vida marcara el de las sanciones divinas necesarias para el malo y para el bueno. La sen. da de éste, alfombrada con espinas y regada con sus lágrimas, es un escándalo para la fe de los pusilánimes; no entienden por qué las sombras han de envolver a quien busca la luz de Dios, y por el contrario los que la rehuyen han de estar siempre radiantes de luz munda- nal. El mismo Real Profeta se quejaba y confesaba hu- mildemente que «su espíritu se confundía, viendo la paz de los pecadores». Sobreponerse entonces a lo presen- te, ver transparentarse en nuestros dolores temporales las supremas alegrias que serán su resultado, como la mujer entrevé gozosa sus goces maternales detrás del trabajoso alumbramiento; creer en que «no son propor- cionadas las penas de la vida con las recompensas de la gloria» y pedir al Señor más sufrimientos y mayores tribulaciones, como prueba ssuperabundantes que le cer- tifiquen nuestra adhesión y nuestro amor y aumenten la garantía de la gloria, es el éxito cumplido de nuestra fe y de nuestra esperanza en Jesucristo, como quien confiesa y proclama que «padece con Cristo para ser con El glorificado,» como dice el Apóstol. Bueno fuera que aceptáramos gustosos los peque- ños espacios de tiempo durante los cuales Jesucristo se nos oculta y no le vemos, ni sentimos su acción sobre nosotros, puesta nuestra mirada en lo alto de sus desig- nios y adorándolos sin desmayar ante la prueba. Bien mirado el mundo cristiano, esa sola actitud es la que di- ferencia los grados de aproximación real a Jesús en quien

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