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a dulo apóstol. Ocho días después de resucitado, se apare- ce en medio de los discipulos, hallándose presente To- más, y dirigiéndose especialmente a él, le invitó a hacer las experiencias que había pedido para cerciorarse de la realidad de su resurrección. El pobre Tomás, confundido y sonrojado, sin poder negar lo que sus ojos veían, cae postrado de inojos ante Jesús y lo confiesa por su Señor y su Dios. No solamente admite que está vivo, sino que es más que hombre quien ha podido darse a sí mismo pro- digiosamente la vida. Pero al Señor no le gustan esas cabezas tan duras cuando, como en el caso de Tomás, había tantas y tan só- lidas demostraciones para ablandarlas.—Por éso toma un tono entre enfadado y sentido y dice al apóstol: «Porque me has visto Tomás, has creído; bienaventurados los que no vieron y creyeron.» Bendición dulcísima que cae sobre las cabezas de millones y millones de cristianos fieles que como nosotros han creído y creen en la Resurrección de Jesús por el testimonio de los Evangelios y el magis- terio de la Iglesia, heredera y depositaria de la verdad única religiosa. Aun a cualquiera de nosotros le ofende, cuando cuenta con toda llaneza, una cosa que sabe o que ha visto, y los que le oyen no quieren creerle. Es como lla- marle mentiroso, que no merece crédito, cuando habla. ¿Qué sería de nosotros, si solamente creyéramos lo que vemos o palpamos? Apenas tendríais vosotros ahora más ciencia que la que puede tener un perrito doméstico o un caballo que conoce por los ojos y por el oído a su amo y a quienes le dan de comer. No podríamos saber ni nuestro nombre, ni el de nuestros padres, ni el de la patria que nos ha recibido. Todo éso y mil cosas más que aprende- mos de niños, y todos los rudimentos de las ciencias, los aprendemos, creyendo a ciegas a nuestros padres y maes-
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