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— 210— comprado los soldados de la guardia del sepulcro y bien podían intentar ahogar en la sangre de los disej. pulos la fama del Maestro, a poco que aquellos se atre. vieran a aparecer en público. Pero el glorioso Triunfador de la muerte y del in- fierno llevaría las cosas a feliz término sin mayores es. tridencias por entonces, condescendiendo con el apo- cado ánimo de los suyos y reservándose el momento so- lemne de la formación de la Iglesia con aquellos ele- mentos entonces dispersos y amilanados. Entre los mejores había aún quien no creía en su vi= da reconquistada de la muerte; era Tomás Dídimo, que no había estado presente en las primeras apariciones y se resistía obstinadamente a dar fe a lo que sus compa- ñeros le contaban por haberlo visto. Amaba a su Maes- tro, sabía la promesa de la resurrección, pero quería pruebas individuales y tangibles, antes de creer. «Si yo no toco sus manos llagadas y no meto mis dedos por los agujeros de los clavos, no creeré». Esta exigencia 14d! apenas comprensible en un discípulo que amaba a Jesús, HE fué providencial para nosotros. Ella nos da el argumento di E. fundamental para contestar a cuantos quieran tachar de fácil credulidad la fe de la Iglesia en el gran milagro, fundamento del Cristianismo. Más aprovecha a la Igle- sia, dice un santo Padre, la incredulidad de Tomás, que Y Hi | la fe de los otros apóstoles. He aquí, pues, que Jesús va ¡ a condescender con la exigencia del discípulo incrédu- ] Y lo. Habeis oído el relato Evangélico, y cómo se desar- 104% rolla la emocionante escena, al fin de la cual cae To- $ E más de rodillas ante su Divino Maestro, exclamando 4 ? entre confuso” y amoroso: «¡Dios mío y Señor mío!»
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