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E de la Resurrección manifestada a los de Emaús, a los discípulos en el Cenáculo. En todas ellas salta a la vis- ta la perplejidad que dominaba en el primer momento a los que veían al Resucitado, y la impresión de pesimis- mo que los domidaba. No, no fué invención de los ami- gos la noticia del gran Milagro, fundamento del Cristia- nismo; fué la evidencia, la repetida comprobación del suceso la que los afirmó en su creencia y les dió valor para morir defendiendo la divinidad triunfalmente de- mostrada sobre el sepulcro vacío de Nuestro Señor Je- sucristo. Todos los argumentos posteriores al acontecimien- to, con que se ha pretendido obscurecerlo, mutilarlo, desfigurarlo y negarlo, tienen el mismo carácter que el inventado por el Gran Consejo judío, y bien a las claras está lo absurdo de aquella invención en la que no creye- ron ni sus mismos autores. El odio niega, el odio se obs- tina; pero se estrellan todas sus argucias contra el sepul- cro vacío. «No está aquí, resucitó como lo había dicho.» Sobre este glorioso sepulcro vacío, como sobre ro- ca firmísima, se afirmó la Iglesia naciente; los siglos lo han conservado como el testimonio mudo más elocuen- te de la soberanía del Maestro, de su imperio sobre la muerte. Cruzadas de héroes cristianos, de ilustres caba- lleros se lanzaron en las edades de la fe ardiente y mi- litante a rescatarlo del poder de los infieles. Desde el siglo XIII montan guardia junto a él los Franciscanos, fieles a la consigna del Seráfico Padre. Han derramado generosa y abundante sangre por defenderlo de las pro- fanaciones de los turcos; la Historia de Palestina gira en derredor del sepulcro de Cristo, y no hay medio de

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