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testigos irrecusables que, temblando de pavor y emo- ción, contaban las circunstancias del fenómeno. Acor- démonos de aquel ruidoso milagro del joven ciego de nacimiento, llamado ante los tribunales a prestar decla- ración de cómo había recobrado la vista, y diciendo va- lientemente: «El Señor me lavó los ojos con su saliva, y... Veo:» eso es todo. Un testimonio así de concluyen- te daban ahora los soldados; nosotros guardábamos el sepulcro, vino un angel; removió la piedra de entrada y... el muerto salió triunfante; el sepulcro está vacío. Ante la simplicidad del argumento no cabía sino la pro- tervia de aquellos desgraciados empeñada !en ocultar la verdad; la consigna fue rápida y fulminante: «decid que mientras vosotros dormíais, los discípulos llegaron y se robaron el cadáver; nosotros responderemos ante Pila- tos por vuestra defensa». ¡¡¡Vaya una guardia impe- rial!!! duérmense todos a un tiempo y, dormidos en el puesto de honor, supieron la hazaña valerosa de los ga- lileos, a quienes se les supone maniobrando de noche, cuando de la narración evangélica se deduce claramen- te que estaban poseidos del miedo, ocultos y totalmen- te persuadidos del fracaso definitivo de su Maestro. Puede decirse que los únicos que creyeron entonces la Resurrección, fueron los soldados y los verdugos de Je- sús, y por lo mismo se empeñaron en ocultarla y en fal- sear los hechos. Ellos habían pedido un signo, se lo ha- bía anunciado Jesús y cumplía su palabra; al tercer día salió vivo de la sepultura, como Jonás del vientre del cetáceo.
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