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— 195— Salvador, y lo dejó ir, entre soldados gentiles y acosa- do por sus enemigos envalentonados, al Calvario, a morir en la Cruz. Entonces la naturaleza entera se estremeció de horror, y las rocas se partieron con estruendo, y sal- taron las piedras proclamando su dolor por la muerte del Justo. Estando ya Jesús dentro del templo, después de ha- ber desechado la envidiosa demanda de sus enemigos, vió los mercaderes, asalariados de los mismo escribas, ne- gociando dentro del recinto sagrado; vendían corderos, palomas y cuantos animales y cosas se usaban para los sacrificios mosáicos; ante aquel espectáculo indignóse Je- sús, sintió dolor por la profanación que se hacía de la Ca- sa de Dios: y tomando unas cuerdas que por allá había, hizo de ellas un látigo y comenzó a azotar con él, y dis- persar por el suelo las mesas y los dineros de cambio y todo cuanto los vendedores y compradores traían entre manos, como si estuvieran en un mercado público. Y mientras los sacrílegos profanadores huían aterrados de aquel inesperado golpe de energía divina, Jesús les decía: «Está escrito que mi casa es casa de oración y vosotros la habéis convertido en cueva de ladrones.» Con lo cual reprendía su pecado, echaba en cara a los fariseos su complicidad en aquel mercado, y sin temor a lo que dije- ran O pensaran, se llamaba a sí mismo Dios, puesto que decía que el Templo era su casa propia, y lo demostraba dominando la situación sin que nadie se atreviera a con- tradecirle. ¡Qué rabia tan grande carcomería el alma de aquellos desgraciados! Pensad, mis queridos niños, en la santa indignación del mansísimo Jesús ante las irreverencias que se cometían en el templo, y decidme, si no hay peligro de que algún día tome contra vosotros una determinación parecida, cuando ve a los niños profanar la Iglesia comiendo, hablan-

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