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mos valorar la fuerza probatoria de los motivos de nues- tra fe y de nuestro amor a Jesucristo aparentemente fra- casado en la cruz, pero realmente victorioso en ella y desde ella por los siglos de los siglos, cada año que pa- sa aumenta el vigor de esta demostración, inesperada para los que ciegos lo crucificaron. Por tanto, cuando en los días de la Semana Santa veamos desfilar a nuestra vista las escenas de la Pasión, y asistamos reverentes a la conmemoración de su Muer- te, mirémoslas a la única luz que ¿nos hará entender to- do su significado, no seamos de los que asisten a la ce- lebración de estos misterios con los ojos de la fe ven- dados, o con un espíritu mundano de vana curiosidad y por un ritualismo rutinario y totalmente estéril. Mire- mos a Jesús en los pasos dolorosos de la Redención con los ojos con los que los miró su Sma. *Madre la Virgen María, únicos que en aquellos luctuosos días conserva- ron la luz divina para ver las augustas realidades que se verifican. En el Calvario, lo mismo que en Belén y Nazaret y por los campos de Galilea, y por las calles de Jeru- salén miraron a Jesús sus enemigos y... lo odiaron; sus amigos y lo admiraron y lo siguieron, mientras duró su gloria, muchos vieron en El un Profeta, otros un Maes- tro incomparable, un bienhechor de la humanidad, un taumaturgo asistido por Dios: pero no veían en Jesucris- to a Dios mismo que les hablaba, que les adoctrinaba, que por ellos nacía y por ellos iba a la muerte y al sacri- ficio. Y esto es lo que vió la Virgen-Madre que sabía su prodigiosa fencundidad, y penetraba los designios ado- rables del eterno Padre.

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