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— 188— muerte, era pública e incesantemente aclamado por el pueblo sencillo. Sus mismos jurados enemigos se veian obligados a reconocer la irreprensible pureza de su yj- da y de su doctrina. Todo al parecer anunciaba que, por fin, se impondría a los prejuicios de secta y bandería y a las miras materiales que formaban las esperanzas de un pueblo entero. Jesús por otra parte había agotado los recursos de su amor, de su condescendencia y de su ternura para los hermanos de raza; había hecho enmudecer a los fal- sos doctores y habíalos amenazado con la ira de Dios y el exterminio de su nación; había derramado lágri- mas santísimas sobre su pueblo y sobre su templo. ¿Qué faltaba por tanto, para que fuera aclamado por el parti- do jerárquico, como lo era por el pueblo?... Una sola cosa: que entrara en las ideas mesiánicas propaladas y que pasara el abismo que le separaba de sus miras te- rrenas y miserables. Pero el Maestro Divino no podía colocarse en el nivel moral de aquellos desgraciados. El hablaba del reino de las almas, de la vida espiritual, de la liberación del pecado, del imperio universal de la verdad, de la gloria inconmutable de Jehová, y por eso, nada probaban sus palabras, llenas de verdad y de vi- da, a los oídos de quienes estaban empeñados en for- zar el sentido de las Escrituras y hacer del Cristo un conquistador, un patriota, un rey terreno, y de Israel, el dominador de todos los reinos de la tierra. En cum- plimiento de las fatídicas palabras de Jesús el pueblo judío fué dispersado por toda la tierra llevando a todas partes el testimonio de la maldición cumplida que prue- ba la Divinidad del Crucificado por los malditos.
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