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Ti corrigen; rabiais porque no os dejan salir con vuestros ca- prichos; quereis que todo os salga a pedir de boca; que- reis juntaros con tales o cuales amigos, aunque vuestros padres y mayores os dicen que sois malos y para salir con vuestro gusto, inventais mentiras y excusas y razones que son saltos de ciego. ¿Es verdad o no todo ésto? Luego ne- cesitais pedir a Dios luz, vista, ver bien, y guías que os en- señen lo bueno. Esta oración es muy del agrado de Dios y concede enseguida la luz que le pedimos. Con ella sa- breis apreciar el valor de los pequeños sufrimientos que habéis de soportar para obedecer, para estudiar, para apartaros del mal. Si no aceptais las insignificantes mo- lestias de la vida ahora, no sereis capaces de llevar la pe- sada cruz que va creciendo con los años. Os hareis inso- portables a todos, perdereis el mérito ante Dios y sereis doblemente desgraciados, en este mundo y en el otro. El precio de toda grandeza y la condición de todo éxi- to está en saber aguantar el peso de los dolores y, a pe- sar de ellos, llevar con buen ánimo las responsabilidades que a cada uno le exige su estado y condición. Vosotros no las veis ahora porque ignorais el porvenir. No sabeis lo que será de vosotros el día de mañana; pero Dios lo sabe y quiere que nos preparemos a lo grande, acostum- brándonos a lo pequeño. Por éso les avisaba a los apóstoles, los prevenía, les abría los ojos para que se preparasen y no quedasen es- pantados ante los acontecimientos. Ya sabéis por tanto la oración de cada día: «Señor, dadme la luz del alma, para conocer vuestra voluntad so- bre mí»,

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