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— 132— pero cuando el Divino Maestro se detiene ante sus gritog y le pregunta qué es lo que quiere, responde resuéltamen- te «Señor... yo quiero ver.» Ver, ver, ver. Esta limosna solamente podía dársela el Hijo de Dios vivo, Jesucristo, y si la recibía, aquel pordiosero no necesitaría ya en adelan- te suplicar limosnas de pan, ni de dinero, sentado a la ori. lla de los caminos. Viendo, pudiendo andar sin cuidado por donde quisiera o necesitara, él iría aprendería un oficio, trabajaría y se ganaría el sustento para no morir ni de hambre, ni de frío. ¿Verdad que sí?.. He aquí pues la gracia, la caridad que habéis de pedir vosotros todos los días al levantaros: «Señor quiero ver» Yo soy un po- bre ciego para las cosas de mi alma, no sé cual es el ca: mino que he de seguir, para ser feliz, necesito de lazari- llo que me lleve de la mano, y, a lo mejor, los mismos que me habían de guiar al bien, me enseñan lo malo y me pre» cipitan en el pecado y me apartan de Vos. ¡Señor, dadme vista! ¡Pero... si nosotros no somos ciegos! estaréis aho- ra quizá pensando. ¿Por qué nos dice el Padre que pi damos a Dios la vista? ¿Que no sois ciegos? La mayor ce- guera es la de aquellos que no saben que la padecen? ¿Qué sería de un hombre ciego que sin preocuparse de su desgracia rehusase toda guía y se echase a correr por esos caminos y plazas concurridas? Pues nada, que a los pocos saltos daría consigo en tierra o sería atropellado por los autos o por los tranvías, y moriría aplastado. Es- to les sucede a los niños que no quieren seguir a los guías que se ofrecen a llevarlos adelante por los caminos de la vida. Los niños que sin saber nada de las cosas de Dios viven tan satisfechos de que tienen buena vista, como las moscas, como los gatos o los perros, vista en la cara, vis ta que es aun muy inferior a la de muchos animalitos. Sí, sí, sois ciegos en las cosas del alma. Llorais, porque os

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