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a o ii Sn Tal debiera ser la oración nuestra ante el Señor to- dos los días, como la del ciego del Evangelio. ¡Señor ver; ver claro en lo que toca a los intereses de mi alma! Aquel ciego era pobre y desvalido, pedía limosna de pan y dinero a los transeuntes, pero cuando la Omnipo- tencia de Dios se le brinda y le pregunta qué es lo que quiere, contesta al punto. «Ver Señor, ver. Lo que no puede darle sino Dios. Luz, luz que cuando la reciba no mendigará el sustento a los demás. Recibe esa limosna de luz y... echa a andar tras del Maestro soberano. Ya le basta. Si nosotros conseguimos ver bien el porqué y pa- ra qué de esta vida de la tierra con todos sus altibajos, incertidumbres, luchas y dolores, tendremos siempre una razón para sufrir y sufriremos con'intenso gozo y no querremos andar por camino diferente del que aJe- sús llevó al triunfo y la gloria. Y así como El pasó por la noche obscura de la tribulación y de la muerte atren- tosa a la gloria de la Resurreción, nosotros también ten- dremos valor para atravesar las obscuridades de la vi- da; la muerte nos lanzará cantando en brazos de Dios y durante la eternidad continuaremos cantando la sabi- duría del Padre que nos espera en los cielos.

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