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— 26— venía encima, haciendo inexcusable toda deserción. Por- que efectivamente, la absoluta clarividencia del porve- nir que les demuestra y la seguridad con que le ven ar- rostrar la tormenta yendo a su encuentro: «Ecce ás- cendimus lerosolimam», debían llevar a sus ánimos apocados la persuasión de que su Maestro dominaba los acontecimientos, como había dominado las borras- cas del mar, la enfermedades y la misma muerte, de cu- yas garras arrebató la presa en presencia de aquellos asombrados pescadores. Podían ver en consecuencia que Jesús entraba como Señor en el camino del dolor y de la muerte propia, que nadie lo forzaba, ni aún sus verdugos, como se lo habían oído encarárselo repetidas veces, desafiándolos a matarle para darles la prueba de su resurrección: «Nadie me arrebata el alma: yo soy dueño de entregarla y de volverla a tomar de nuevo,» Pero los simples galileos, aun siendo discípuios del Re- dentor, estaban totalmente prevenidos por las ideas me- siánicas falsas, esparcidas en el pueblo por los falsifi- cadores de la historia del pueblo judío que esperaba un libertador político, triunfader glorioso, que restaurase el trono de David y el esplendor del reinado de Salo- món. Por ello el Evangelio de hoy nos dice que sus ojos estaban velados y que no entendían palabra de cuanto Jesús les iba diciendo por el camino. Argumento apologético Sabía bien Jesús que a los hombres no les cabía en la cabeza que el establecimiento del Reino de Dios so-

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