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ts Dios está dormido, porque no tiene las prisas que ellos tienen, porque las olas se encrespan y la tempestad ru- je y el enemigo prevalece y el tiempo pasa y no ven intervenir la Potencia que ansiosamente reclaman. Es el hombre pequeño que quiere medirlo todo por su pe- queñez y por la estrechez del tiempo en que vive y de los planes que concibe. Y si dentro de esos límites ar- bitráriamente fijados por nosotros, Dios no acude, ya nos figuramos que duerme, sin ocuparse poco ni mucho de nuestra situación. Algo más peligrosas son esas tempestades del espíritu que revuelven nuestro interior, que las tempestades del mar, que agitan sus aguas. ¡Cuántos son los que naufragan en ellas, culpando a la Divina Providencia de haberlos abandonado! Abréis oído lamentarse a muchos de que perdie- ron la fé, de que ya no pueden creer porque encuentran dificultades insolubles y ésto en cosas y en situaciones en las que ántes no veían sino luz y claridad, y sobre las que viven en plena luz y sosiego espiritual millares y millares de creyentes, sin más razón que la palabra de Jesucristo y la de la Iglesia en las que descansan total- mente! Son náufragos del espíritu, ciegos del alma que se figuran que Dios duerme y se desentienden de El O reclaman con derecho su ayuda y su luz, como quien se queja de injustificado abandono. Nosotros, más aún que los sencillos pescadores de Galilea, cometemos esa deslealtad interior, de la que se lamenta el Señor, si después de veinte siglos, durante los cuales hemos visto zozobrar la Iglesia y surgir siem- pre salva y floreciente, echásemos a temblar y fuése- mos juguete de las dudas, porque en nuestro tiempo

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