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mr A la tarde y pensando en el poder soberano que se ocul- taba en aquellos brazos, suávemente doblados, y en aquellos labios entreabiertos, de donde brotaban, como de su manantial, palabras de vida eterna. ¡Jesús dor- mia!... Sentíanse felices de proporcionar a su Maestro tan merecido descanso. De repente, muévese impetuoso el viento ,degenera enseguida en dasatado huracán que agita violentamen- te las aguas del lago, y aquellos hombres, conocedores del mar, comienzan a temer el peligro. Ven que la bar- quilla zozobra al empuje de las olas y tiemblan. Tienen la muerte al ojo. Y Jesús continuaba dormido. Entonces el miedo invade a los remeros, siéntense como abando- nados por el sueño de Jesús y le gritan impacientes: «¡Señor, sálvanos que perecemos!» El Divino Maestro se levanta efectivamente, pero no sobresaltado ni turbado, sino tranquilo y sereno, dueño absolutamente dela situación. Fija sus ojos en la encrespada superficie de las aguas y les manda con una sola palabra que se calmen y... se calman. Renace la bonanza, serena el cielo y los discípulos, poco ha tan medrosos y asustados, se entregan a transportes de alegría. Pero Jesús no participaba de sus entusiasmos, como no había participado de sus temores. Recuerda con ínti- ma pena la desconfianza de los suyos y la impetuosa ur- gencia con que le gritaron, como si los tuviera abando- donados, y les reprende: «¡Hombres de pocate! les di- ce, ¿Por qué habéis temido?»
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