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SÉPTIMA PALABRA vi barle que El moría en el momento preciso elegido, y no antes, mal que pesara a la saña furiosa de sus verdugos. Ahondemos ahora un poco en estas victoriosas palabras que sellan los labios de Jesús; son su testamento y el grito de su amor triunfante. Han existido y existen hombres y mujeres que saben morir por sus semejantes. Una buena ma- dre dará gustosa la vida por salvar la de su hijo; un amigo se dejará matar en defensa de su leal amigo; los soldados arrostran la muerte en de- fensa de la patria; pero ninguno de estos sacri- ficios podría hacerse ni debería ofrecerse sin la necesidad probada de hacerlos. Ni la madre, ni el hermano, ni el amigo, ni el soldado irían a la muerte sabiendo y pudiendo salvar a sus hijos, o amigos, o a la patria a menos precio. Todavía más: moralmente sería un pecado arriesgar la vida sin necesidad, o previendo la total inutilidad de su sacrificio. Y dado caso que la muerte sea el único recurso en favor de aquel a quien se ama, aun se miraría si hay alguien que de intento la rodee del escarnio, del desprecio y del cruel re- finamiento propio de fieras salvajes. De esta sencilla consideración elevemos nues- tro pensamiento a la oblación que hace Jesús al entregarse al Padre por nosotros. No sólo no es- taba a ello obligado, ni nadie pudo forzarle a dar su alma, sino que, puesto en tal empeño, con mu- cho menos que con su muerte nos hubiera salvado. Una lágrima, una gota de su preciosa sangre, el hambre y la sed, la fatiga y la pobreza que sufrió
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