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TERCERA PALABRA 67 Jesús, corresponden maravillosamente a la acti- tud de la Virgen durante la horrible tragedia que se desenvuelve a sus ojos, martirizándola espan- tosamente. Jesús moribundo pide a su Madre el máximo sacrificio: le propone que una la gloria de su maternidad carnal a la maternidad espiri- tual de los hombres causantes de su muerte. ¿Qué ser más puro, qué alma más inocente que la de la Virgen Inmaculada? Ella ni aun legal- mente ostentaba la tremenda responsabilidad del pecado que hacía justa la condenación a muer- te de Jesús en el tribunal del Padre; todo en Ma- ría es candor y pureza, como convenía a la que dió el ser y la vida a la Víctima Sagrada. La vida que Jesús perdía entonces en la cruz, ya es- taba amorosamente inmolada por la Virgen; Ella le dió sangre humana y vida humana para que, divinizada por la unión con el Verbo de Dios, tuviera valor infinito y condigno para la reden- ción de los hombres; no le pedía pues Jesús que cediera esa vida; allí estaba la Santa Madre pre- senciando sin protesta el holocausto sangriento. ¿Qué más podía pedirle...? sí, más, mucho más: que adoptara por hijos a sus verdugos. No quiere El morir sin darlo todo; lo único que le queda en el mundo es el afecto tierno, profundo, 'asi divino de aquella mujer sublime que lo llama hijo y es su Madre; pues este afecto ha de trocar- se en afecto maternal por los hombres. María oye temblando la dulce invitación del Divino Reden- tor, y entre la frase primera: «Mujer, he ahí a tu hijo», y la segunda: «he ahí a tu Madre», se cru-

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