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66 LA VÍCTIMA HABLA A LOS REDIMIDOS decimos; o por lo menos «esto que sufro no tiene proporción con mis culpas; hay exageración en esa oculta justicia; se nos hace injuria»; no nos sometemos; o al someternos, creemos hacer un honor indebido a Dios. Pues bien, ocurre el Maestro divino a ese re- pliegue del pobre corazón humano, y no conten- to con exhibirse El, víctima por pecados que no ha cometido, lacerado en su cuerpo, atribulado en su espíritu y moribundo en la cruz, pronuncia la tercera Palabra, para señalar a un ser adolo- rido como ninguno y como ninguno inocente y puro. Señala a su divina Madre que agoniza al pie del Santo Madero. El relato de este episodio íntimo del Evangelio es de una sencillez admira- ble, de un laconismo característico de los dolores profundos y de las cosas grandes. Poco antes de cerrar Jesús sus divinos ojos a la ingrata luz de este mundo, fijólos en María, su Santa Madre, que estaba al pie de la cruz, y le dijo: «Mujer, he ahí a tu hijo»; mirando en seguida al discípulo amado, le dijo señalando a María: «He ahí a tu Madre». Parece a primera vista, que el Divino Maestro prescinde de su cualidad de tal, y desde la ensan- grentada cátedra se ocupa en asuntos íntimos de familia, recomendaciones entre Hijo y Madre antes de la separación. Pero... no; no es así. Jesús y María habían vivido unidos para la sa- lud del mundo, y la salud del mundo es lo que en aquel supremo instante les oprime y acongoja. Aquellas dulcísimas palabras que salen como un gemido angustioso del corazón agotado del buen

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