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ÉXTASIS DE DOLOR 297 rísimas la acariciaron; sus dulces labios imprimie- ron en su frente abrasados ósculos; sus pechos la amamantaron para la muerte. ¿Cómo no había de ser grata al Eterno Padre esa preciosa Víeti- ma aromatizada con el aliento de la más casta de las vírgenes, de la más buena de las Madres? ¡Oh, María, vuelve ya tu apacible mirada al ros» tro de tu Amado que reposa suavemente en tu pecho; besa ahora esa cara de Dios abofeteada por los hombres; adora esa frente escupida por los hombres; rodea con tus brazos, cubre con tus cabellos y con tu manto ese cuerpo desnudo, des- pedazado, pisoteado por los hombres; tus cari- cias maternales serán el más perfecto desagravio, y olvidará nuestros ultrajes! Nadie que no fuera su Madre hubiese podido reconocer en aquel cadá- ver sangriento al más hermoso de los hijos de los hombres. Sus asesinos le habían cubierto primero el rostro con un trapo inmundo, para insultarle y herirle sin empacho; después, acardenalado y magullado por las bofetadas, lo mancharon con lodo y salivas; borraron su belleza y no temieron a su majestad. María, su Madre, levanta esos velos de ignominia, reconoce a su Hijo, y le besa. ¿Qué otras manos si no las suyas podrían tocar sin pro- fanarlo, ese cuerpo holocaustizado? ¿Ni qué agua más pura que sus lágrimas para lavarlo? ¿Ni aro- mas, ni fragancias más preciosos para perfu- marlo? Quédese para la Magdalena ungir a su

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