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EL Jeh JEDEA US, QUO cesión de las generaciones de los mortales, sino que tienen razón de pena, de castigo; como diji- mos en las dos primeros Lecciones de este libro: son efecto de la ira, de la justicia de Dios, que caen sobre cada uno como cayó el pecado. Si sólo fueran desgracias fatales, como las denominan los que niegan el orden moral, entre Dios y no- sotros habría un caos, un abismo insalvable: El sería perpetuamente feliz y nosotros irremediable- mente desgraciados. Pero no es así: nos aparta- mos deliberadamente de Dios por el pecado, y Dios queda como ligado a nosotros y nosotros a El por la pena, por el castigo; de tal manera que, aceptándolo como una expiación, con la misma li- bertad con que nos separamos de Dios, podemos llegar de nuevo a El. Pero como no hay expia- ción humana capaz de borrar la ofensa divina, fué providencia del Señor que hubiera otro Hom- bre capaz de representar física y moralmente a to- da la especie, como Adán, y mejor que Adán; un Hombre Dios, que expiase suficientemente la culpa. Así sucede que venimos a ser salvos por la misma ley de la solidaridad por la que fuimos condenados: «Sicut in Adam omnes moriuntur, ita in Christo omnes vivificabuntur?». Estamos incorporados a Jesucristo insepara- blemente, de tal manera, que aunque la muerte pudo separar su alma de su cuerpo, no pudo se- parar la divinidad ni de su alma ni de su cuerpo: «Quod simel assumpsit numquam dimissit>». Es indestructiblemente nuestro Hermano ma- yor, el Hijo del hombre: El es la cabeza y nosotros
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